Tomando el estilo de las leyendas, aquí el
trabajo de este escritor Joven
Leyenda:
Narración popular que cuenta un hecho real o fabuloso
adornado con elementos fantásticos o maravillosos del folclore, que en su origen
se transmite de forma oral
Composición poética extensa que
narra hechos legendarios.
(Gerald Vargas, Managua 2023, Taller de escritura de cuentos)
Bajo el manto de una noche pesada, de un bienvenido siglo de antaña remembranza, vivían tres hermanos de muy empobrecidas condiciones económicas en una zona aledaña a la catedral de León, que más remedio no tuvieron que recurrir al arte prestidigitador de calle, o sea, robar pertenencias ajenas por cuestión mágica. Los orillados al mal hábito eran muy parecidos, de piel morena lastimada por el sol, cabello negro crespo, sucios, con mirada vacía aún a la mejor sonrisa de la vida y desprecio al éxito de la colectividad nacida en estable cuna.
Su apellido era “Fernández” y a una temprana edad falleció su madre de nombre Rosaura Urrutia, de modo que a apenas unos quince años trataron de sobrellevar la pesadumbre de la vida a cuestas, sólo que no por tanto tiempo hasta que emprendieron sus carreras de delincuencia. Pasaron largos períodos y llegaron a ser adultos, a medida de que avanzaban en edad se les ocurrían cada vez mejores estrategias para evadir las competentes autoridades.
Cierto día, tras una lista de robos perpetrados, determinaron un próximo destino que consistía en sustraer los elementos de plata ya conocidos de la catedral de León, restando importancia a alguna que otra divina represalia y los marcara de por vida. La razón era que se impulsaban a todo, salvo a rendir cuenta a los santos, no creían en nada gracias a su madre que, por los escasos recursos, hacía de culpable al mismo Dios, la virgen y a cuantas deidades alcanzase sus repentinos enojos.
El sacerdote que oficiaba las muy concurridas homilías, era don Porfirio Romero, un hombre robusto, de tez morena, aspecto acomodado, de buen corazón a los feligreses y gran devoto a la religión católica, que mucho cuidado daba a los elementos sagrados, especialmente a un caldero y el cáliz. El primero se debía a que, por su considerable bondad, lanzaba kermeses teniendo que ocupar dicho recipiente para las ricas sopas de un descansado domingo y el segundo, por guardar la carne de Jesucristo en forma de ostia.
A concepción del padre Romero, eran sus más predilectos por la buena función a ojos de Dios, siendo menester ungirlos periódicamente en agua bendita que mucho más después brillaban ante los ases de luz entrando delicadamente por las ventanas de la catedral. Dado lo anterior, llamó al interés de los tres hermanos de poca iluminación, así que definieron el día y la hora adecuada para alistar el rumbo hacia el profano deseo.
Tanta era la gesta presumida que, alejados del rango de sus miradas, el sacerdote Romero despertando de una mala luna, se vio estupefacto observando a los tres con envueltas manos en la fechoría. Tras las amenazas caídas a sus años de servicio, no más a su reacción les dirigió una advertencia desde las puertas de San Pedro, consistente de que si no regresaban los artículos a su respectivo lugar, vagarán en la perdición más oscura de sus negras andanzas. “Como si no estuviéramos en ella” afirmaron en clara alusión a la pobreza.
A partir de entonces, cuenta la leyenda que su descendencia, quienes llevan el apellido Fernández, vive en absoluta desgracia. El extraído lucro al comerciar los dos objetos sagrados cayó en breve duración por divino mandato y hasta la fecha, se desconoce en qué manos se encuentran si están a posesión de alguien. No obstante, se afirma que traídos de vuelta a la catedral de León, la maldición del apellido acabaría.
Si sos un Fernández, sigue la encomienda para que no vivas las experiencias de los tres hermanos, tiempo después del crimen, que sin estar decantados hacia una religión, terminaron creyendo en la divina fuerza. Irónicamente se pensaban malditos por la necesidad económica y más bien, adquirieron una maldición de por vida.
Otro relato que nos da este escritor, juega con objeto
personaje y lugar, que detona en este entretenido relato. (Zoa meza)
Los cuentos estimulan la imaginación y la creatividad.
Ayudan a empatizar con el mundo, pues en ellos aparecen conflictos y cómo deben
actuar los personajes, haciéndoles ver lo que está bien y lo que está mal.
Ayudan a combatir miedos. Favorecen la
memoria.
La ley del dorado
La sucursal de pizza Valenti del sector de Linda Vista lucía
como siempre de agradable aun siendo un lunes, con su terraza algo elevada del
parqueo, de color crema con café y verde, puertas de vidrio, meseros de buena
vestimenta, para los frecuentes comensales acostumbrados ya a verlos de blanco
y negro con su delantal y libreta de apuntes de órdenes, amables constantes;
las mesas de tono café y verde y sillas de madera que invitan al hambre,
calmando por ratos los pequeños recipientes de chile seco y orégano. Sin dejar
atrás su interior provisto siempre por el olor a queso y salsa de origen
italiano que tanto han encantado los paladares fuera de distinción social.
Si ya con lo anterior, el hambre despierta, ahora el solo
hecho de pasar cerca de esta sucursal de Linda Vista, un área comercial rodeado
de los residenciales norte y sur con el mismo nombre, donde se puede solventar
cualquier necesidad buscada. De modo que esta idea presente la tenía un hombre
de treinta años, flaco, moreno maltratado por el sol, bigote, pelo negro,
tatuado y de bajos recursos, llamado “El Pupa” que vivía un tanto cerca,
justamente en el barrio Monseñor Lezcano, por los límites con el barrio Cuba,
muy temido al grado de no saberse de éste un punto débil.
El Pupa cuenta con un hogar de tablas y zinc, siendo el pilar de una familia antisocial de rango inferior a diferencia del estimado, quien siempre en las calles se le descubre ayudando a casas ante cualquier problema menor, sea eléctrico, de tubería, madera, entre otros; consiguiendo al tiempo tal reconocimiento que, a nivel general, tienden a omitir su lado negativo. Uno de esos lunes bienvenidos por la pizzería del sector de Linda Vista, este ladrón tuvo la ocurrencia de perturbar el deleite de quienes ingresaban con el hambre a merced.
Al aproximarse, distinguió a uno de los vecinos de apellido
López por su zona, lo que trajo al pensamiento si ameritaba ir a cometer el
delito y correr el riesgo de ser reconocido, para un hombre como tal le
convenció la necesidad de dinero y se dispuso a entrar. Así que acomodó su
cuchillo con el que asaltar una que otra víctima
Cobre, plateado sin oxidación con mango café sucio, que no
soportaba el hambre por penetrar a cambio de un objeto valioso.
Luego de subir las escaleras, notó que sus vecinos estaban
en la primera mesa luciendo sin discreción sus celulares de alta gama,
sonrientes a las caricias de la noche así como un cinturón del padre de
familia, de color dorada la culebra de la hebilla, el resto marrón, pareciendo
recién comprado a pesar de lo caro, ya visto en Metro centro y bien ajustado;
no demoró en tratar de arrebatar El Pupa los dispositivos, pero lo que ajeno de
toda sospecha estaba que el señor rindió honores a la cinta negra en karate.
La destreza no le cupo duda a El Pupa, pues ya sometido lo
tenía en el piso y cuando dos meseros lo sujetaron, el padre de los López se
sacó el cinturón dorado y comenzó con el mismo a flagelarlo casi creyendo el
delincuente aguantar los estragos a Cristo. Mientras miraba que uno de los
camareros usaba un hermoso broche también con baño de oro, en forma de trébol,
de tamaño mediano y embebido un poco de la colonia del portador, el cual era un
regalo de su novia, Luisa Esquivel, al adquirir este empleo producto de su
perseverancia. A partir de ese día, se dice que El Pupa le desarrolló miedo a
los objetos dorados para la conveniencia colectiva, tanto así que corre
despavorido de regreso a su casa.
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